A mis camaradas del Nacionalismo argentino.
Si nos preguntamos por qué luchamos los que nos llamamos con orgullo nacionalistas, la respuesta, unánime, sin dudas, será por el Reinado de Nuestro Señor Jesucristo en la Patria; para que esta Argentina que se encuentra hace décadas postrada y sometida sea una Nación puesta de pie.
Pero, ¿cómo encaramos nuestro combate? Porque si creemos que éste es meramente exterior, me anticipo a decir que estamos perdidos. Todos anhelamos que Cristo reine en la Patria, en la familia y en todo el mundo pero primero debe reinar en nuestras almas. ¿Por qué? Porque se equivocan fiero los que creen que con el combate externo es suficiente. Los que crean esto, lamentablemente, en su interior ya están derrotados, y no se encuentran en condiciones de librar ese combate. Ya lo decía Codreanu cuando señalaba: “Nuestro país se muere, nuestro país se ahoga, no por falta de programas sino por falta de hombres y lo que hay que crear son hombres, hombres nuevos, no programas nuevos”.
Recordemos también que los musulmanes hacen un distingo muy importante en lo que a la Yhihad concierne. Para ellos existe una pequeña y una gran guerra santa. La pequeña guerra santa viene a ser la conquista de todo lo terrenal y la gran guerra santa es la que se lleva a cabo en el interior de cada guerrero de Alá. Ellos lo tienen muy en claro. ¿Nosotros los nacionalistas?
Si procuramos, como debe ser, una transformación profunda, completa, revolucionaria de esta sociedad en crisis, debemos abocarnos a una conversión interior en nosotros mismos. Y esta ascesis que es dura y sacrificada, es necesaria, urgente e imperiosa.
Nuestro admirado y recordado maestro, el P. Alberto Ezcurra nos lo enseñó con la palabra y con el ejemplo: “El nacionalista que ve sólo la realidad material de la patria y que olvida la realidad del espíritu tiene abierto el camino para cualquier desviación, puede terminar su camino en el marxismo o en la delincuencia común, tenemos muchos ejemplos.
No se puede encarar la lucha por la Patria, la lucha por la Nación, olvidando la lucha por Dios, así como no se puede encarar la lucha por Dios desencarnada, desarraigada, lejos de esta realidad terrenal humana que tenemos que defender. Ese espiritualismo abstracto y desencarnado puede llevar por otros caminos”. Y no seamos tan necios y soberbios de creer que a nosotros no nos puede llegar a ocurrir tal desgracia.
Jordán Bruno Genta, el Gran Camarada, nos dejó una sabia lección que debemos encarnarla y no repetirla mecánicamente: “El Nacionalismo argentino necesita que la Patria sea amada y servida en Cristo, por todos aquellos que abracen su causa y sean capaces del sentido heroico de la vida.
Tan sólo investidos con la fuerza de Cristo y de María, será posible enfrentar y vencer a las legiones del Padre de la Mentira que están arrasando las Naciones con el poder del dinero y el poder de la Subversión”.
En nuestra Patria está ocurriendo que el pueblo ha sido arrastrado por sus gobernantes a la corrupción y el espíritu de la Nación ha sido prostituido por la degradación de sus jefes y responsables. Codreanu, el Capitán, nos dice entonces que “no queda para la reconquista otro camino que el de la Cruz y el del Martirio. Para las naciones, como para los hombres, el camino de la Resurrección debe pasar por el Calvario”. Si esto no lo vemos con claridad, no se ha entendido absolutamente nada y todo lo que hagamos será estéril.
El martirio se manifiesta, en el cristiano, en una triple proyección: el de la palabra, el de la conducta y el de la sangre. Consecuentemente, debemos ser testigos de Cristo con nuestra palabra. ¿Cómo? Sencillamente no siendo cómplices de la mentira o del error, llamando a las cosas por su nombre, hablando claramente con el “sí, sí; no, no” que el mismo Jesucristo enseñara. Y ese testimonio de la palabra tiene que estar apoyado en el de la conducta, en el ejemplo, en una recta elección de vida, siendo coherentes con nuestra fe, capaces de nadar incluso contra la corriente sin temor a las borrascas y tempestades que implican el enfrentar las falacias de esta tan mentada posmodernidad.
Hasta aquí estos dos testimonios revisten un carácter ordinario, pero resta uno, el de la sangre, que es extraordinario. Y precisamente por estar revestido de esa naturaleza excepcional, queda reservado solo para algunos, por lo que no sabemos si Dios nos lo pedirá, tanto como tenemos la certeza de que sí nos reclama el de los otros dos.
Aunque esa entrega suprema supone el dar la vida misma por Dios y por la Patria, concretando el máximo acto de la Caridad (“Nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos” – Jn. 15, 13); también podemos afirmar que implica la culminación de una secuencia cotidiana en el testimonio, plasmada en la fidelidad de cada día cumpliendo con los deberes del propio estado (con la Patria, con la familia, el trabajo, el estudio, el apostolado, etc), porque todo esto supone un acto de verdadero heroísmo, atento a este particular tiempo de apostasía.
Claro que siempre debe estar en nuestra alma la natural disposición a la dación suprema, con prescindencia de que Dios nos la pida, pues lo trascendente radica justamente en esa disponibilidad constante a ofrecernos en una entrega total, según la Divina Voluntad. Podrá parecer que tal actitud no es martirio en el sentido estricto de la palabra, pero lo es.
Debemos pedir a Nuestro Señor que nos ayude a ser siempre fieles a ese testimonio silencioso, constante, difícil, incomprendido y heroico.
Que el Señor nos conceda la gracia de permanecer fieles en el Buen Combate, de tener el alma preparada y, si llegado el caso, no nos permiten siquiera morir por la Patria, seamos capaces de morir con la Patria.
Daniel Omar González Céspedes
jueves, 6 de septiembre de 2012
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