Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se la salará? Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres. San Mateo, 5, 13.
Como estaba previsto se realizó ayer, 8 de mayo, Festividad litúrgica de Nuestra Señora de Luján, el acto organizado y convocado por el Departamento de Laicos de la Conferencia Episcopal Argentina con el que la Iglesia, oficialmente al menos, quiso iniciar los festejos por el Bicentenario de la Revolución de Mayo. La fecha y el motivo de la celebración no pudieron tener un lugar más apropiado: la vieja y noble Villa de Luján en la que se levanta la hermosa Basílica en honor a la Virgen, Patrona de la Argentina. Pero, por desgracia, y como también lamentablemente lo preveíamos, el acto fue un nuevo bochorno de los tantos que ya suma en su haber el catolicismo argentino.
1. Comencemos por lo primero: la Santa Misa. Litúrgicamente, un desastre. Al lado del altar se levantó una suerte de escenario en el que una banda de cuatro musiqueros desastrados aporreaba baterías y guitarras eléctricas mientras cantaban contorneándose y, al final de cada cántico, incitaban al aplauso del público como si se tratara de un festival de música y no del servicio musical de una celebración litúrgica. De más está decir que ninguno de los cánticos entonados guardaba la menor relación o congruencia con la Misa ni se ajustaba en lo más mínimo a lo que los dos últimos Papas -por no ir más atrás- han enseñado y señalado con insistencia respecto de la música sacra (cf. Juan Pablo II Quirógrafo en ocasión del Centenario del Motu Proprio Tra le sollicitudine, de San Pío X, sobre la música sacra; Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Charitatis). A esto se sumaron las habituales boberías de un “animador” litúrgico, personaje infaltable en este tipo de celebraciones, suerte de bastonero de comparsa que ha sustituido, al parecer, a los antiguos guías que, grave y devotamente, instruían al pueblo fiel sobre cada uno de los momentos litúrgicos en pro de la sacralidad y dignidad del culto. Todo, desde luego, bajo la impávida mirada de los varios Obispos allí presentes.
2. Veamos, ahora, el otro costado del acto, es decir, su pretensión de testimonio cívico católico, dado por los laicos principalmente, de cara a la celebración del Bicentenario y ante la realidad actual de la Argentina. Las cosas, en este punto, no pudieron ser más lamentables. Desde dejar a los pies benditos de María un ejemplar de la Constitución Nacional hasta el desdichado “Mensaje de la Esperanza”, elaborado por el ignoto Departamento de Laicos de la CEA, leído por uno de sus personeros, todo fue una dolorosa y vergonzosa muestra de la decadencia irreparable del catolicismo argentino, de su falta de fuerza, de sus serias debilidades y de su absoluta incapacidad de ser la levadura de la masa y la sal de la tierra en esta hora trágica de la Argentina.
Es preocupante, y decepciona, advertir que quienes se arrogan la representación del laicado católico argentino, con el aval de la Jerarquía Eclesiástica, caigan en las mismas falsedades y lugares comunes de la fraseología política al uso, salvo algunas referencias a la defensa de la vida y del matrimonio natural o alguna mención difusa a la ética pública, cuestiones de suyo importantísimas pero que en nada representan lo específico de un pensamiento social católico.
Respecto del Bicentenario se insiste en proclamar que es “el Bicentenario de la Patria” asintiendo, así, a la mentira oficial -ayer liberal, hoy marxistoide- que pretende que nuestra Patria nació hace apenas dos siglos, cortando de este modo, con tajo impío, la continuidad viva de la Tradición Hispano católica lo que significa, exclusivamente, negar que la Argentina es hija del Evangelio traído por España y no de las revoluciones modernas. Y en cuanto a nuestra vicisitud histórica posterior a la Independencia y que llega hasta el presente, léase lo que dice el susodicho Mensaje: “Cuando Argentina festejó el centenario de la Revolución de Mayo era creencia generalizada que seríamos uno de los países más prósperos y poderosos de la tierra y por eso la euforia de esos días. Sin embargo, esa euforia no estaba sustentada en la Esperanza sino en una vana ilusión”. Hasta aquí, de acuerdo. La Argentina de aquel Centenario se nutría de la ilusión iluminista del progreso indefinido y de todas las secuelas de él derivadas. Pero no apunta precisamente allí el texto que comentamos. “Graves fallas -prosigue- corroían el espíritu nacional; una cultura donde claudicaba la honestidad y el respeto por la ley, donde era más importante derrotar y destruir al enemigo político que lograr consenso en aras del bien común. Una sociedad donde millones de personas, mujeres y hombres, no podían elegir a sus autoridades libremente y sin fraude. Una sociedad con una mesa opulenta donde millones de habitantes no alcanzaban las condiciones básicas para ser incluidos en ella”. Es decir, ni una palabra respecto del laicismo, de la marginación de Cristo de la vida política, del despojo a la Iglesia, de la preponderancia de las logias masónicas, del corte con la tradición hispánica. Nada de esto cuenta para los redactores del Mensaje: sólo les preocupa la falta de democracia, la falta de prolijidad de los actos electorales y el viejo pecado de los ricos que no dan su pan a los pobres pero visto, no como pecado, sino en clave sociológica. “Esas fallas -continúa- ensombrecieron nuestra historia hasta llegar a la página más oscura de la última dictadura militar. A pesar que en 1983 recuperamos la democracia y con ello nuestra capacidad de elegir libremente nuestras autoridades y nuestra libertad de expresión, hoy, entrando al Bicentenario y no habiendo superado las otras fallas que nos corroen, una amarga sensación de desánimo y mezquino individualismo nos embarga”. Ahora, sin disimulo, el discurso se alinea, sumisamente, con el pensamiento único de la progresía imperante. No existieron, al parecer, paro estos laicos, ni el populismo, ni las nuevas oligarquías surgidas a su sombra, ni la guerra subversiva desatada por el marxismo, ni la discordia promovida desde el Estado, ni la historia falsificada y parcializada impuesta a palos a las generaciones posteriores a la “recuperación de la democracia” con su negra secuela de presos políticos, ni la entrega canallesca del país a la Usura Internacional del Dinero y a las Fuerzas Demoníacas de la Revolución Anticristiana… No, sólo se menciona a la “dictadura militar”, “la página más oscura” como si no hubiésemos vivido, a lo largo de estos últimos años, otras y aún mayores oscuridades.
El resto del mensaje es solamente, reiteramos, la enumeración de vaguedades conceptuales. No se hallará una sola idea sólida enraizada en la gran tradición de la filosofía cristiana, ni una sola propuesta fundada en la recta concepción del orden político y social, ninguna convocatoria a una tarea de rescate de la Argentina histórica y de viril resistencia a la tiranía que nos oprime, ni la menor mención al reinado Social de Jesucristo.
Estos laicos, y la Jerarquía que los avala, han sucumbido, también ellos, a una ilusión, la ilusión del falso humanismo democrático, de la falsa religión de los derechos humanos. Ayunos de buena Teología, de una recta visión cristiana de la Política, y de la verdadera Historia de la Patria, lo ignoran casi todo y caminan sin rumbo. Son hijos de este pensamiento débil, desfondado, sin alma y sin nervio que contamina y enerva el catolicismo en vastas expresiones de su vida. Por eso no convocan a nada ni a nadie. Son como la sal insípida de la Escritura a la que aguarda el ineluctable destino de ser arrojada fuera y pisada por los hombres.
3. A modo de colofón. Nos preguntaba un amigo: Pero, ¿nada bueno hubo en esa concentración de varios miles de personas, en Luján? Sí, dos cosas, aparte de Cristo presente en la Eucaristía y la Virgen Santísima: una, que pudimos advertir en medio de tanta monjita progre y guitarrera y tanto curita desaliñado, la cara curtida y los ojos llorosos de algunos criollos que no entienden nada pero saben que su “Virgencita” está y estará siempre con ellos. La otra, Luís Landiscina (salvo su lamentable final pacifista): contó un cuento buenísimo en el que Nuestra Señora aparecía, como Buena Madre, y para enojo de San Pedro, levantando con su pie el alambrado del Cielo y haciendo pasar de “contrabando” a tantos de sus hijos.
¡Oh, Virgen Santísima de Luján, Madre Nuestra, Patrona de esta Patria desdichada, Ianua caeli, que tu pie piadoso nos levante, un día, el alambrado del Cielo. Tal vez podamos entrar por ese atajo y hasta algún Obispo se cuele por él. Amén.
1. Comencemos por lo primero: la Santa Misa. Litúrgicamente, un desastre. Al lado del altar se levantó una suerte de escenario en el que una banda de cuatro musiqueros desastrados aporreaba baterías y guitarras eléctricas mientras cantaban contorneándose y, al final de cada cántico, incitaban al aplauso del público como si se tratara de un festival de música y no del servicio musical de una celebración litúrgica. De más está decir que ninguno de los cánticos entonados guardaba la menor relación o congruencia con la Misa ni se ajustaba en lo más mínimo a lo que los dos últimos Papas -por no ir más atrás- han enseñado y señalado con insistencia respecto de la música sacra (cf. Juan Pablo II Quirógrafo en ocasión del Centenario del Motu Proprio Tra le sollicitudine, de San Pío X, sobre la música sacra; Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Sacramentum Charitatis). A esto se sumaron las habituales boberías de un “animador” litúrgico, personaje infaltable en este tipo de celebraciones, suerte de bastonero de comparsa que ha sustituido, al parecer, a los antiguos guías que, grave y devotamente, instruían al pueblo fiel sobre cada uno de los momentos litúrgicos en pro de la sacralidad y dignidad del culto. Todo, desde luego, bajo la impávida mirada de los varios Obispos allí presentes.
2. Veamos, ahora, el otro costado del acto, es decir, su pretensión de testimonio cívico católico, dado por los laicos principalmente, de cara a la celebración del Bicentenario y ante la realidad actual de la Argentina. Las cosas, en este punto, no pudieron ser más lamentables. Desde dejar a los pies benditos de María un ejemplar de la Constitución Nacional hasta el desdichado “Mensaje de la Esperanza”, elaborado por el ignoto Departamento de Laicos de la CEA, leído por uno de sus personeros, todo fue una dolorosa y vergonzosa muestra de la decadencia irreparable del catolicismo argentino, de su falta de fuerza, de sus serias debilidades y de su absoluta incapacidad de ser la levadura de la masa y la sal de la tierra en esta hora trágica de la Argentina.
Es preocupante, y decepciona, advertir que quienes se arrogan la representación del laicado católico argentino, con el aval de la Jerarquía Eclesiástica, caigan en las mismas falsedades y lugares comunes de la fraseología política al uso, salvo algunas referencias a la defensa de la vida y del matrimonio natural o alguna mención difusa a la ética pública, cuestiones de suyo importantísimas pero que en nada representan lo específico de un pensamiento social católico.
Respecto del Bicentenario se insiste en proclamar que es “el Bicentenario de la Patria” asintiendo, así, a la mentira oficial -ayer liberal, hoy marxistoide- que pretende que nuestra Patria nació hace apenas dos siglos, cortando de este modo, con tajo impío, la continuidad viva de la Tradición Hispano católica lo que significa, exclusivamente, negar que la Argentina es hija del Evangelio traído por España y no de las revoluciones modernas. Y en cuanto a nuestra vicisitud histórica posterior a la Independencia y que llega hasta el presente, léase lo que dice el susodicho Mensaje: “Cuando Argentina festejó el centenario de la Revolución de Mayo era creencia generalizada que seríamos uno de los países más prósperos y poderosos de la tierra y por eso la euforia de esos días. Sin embargo, esa euforia no estaba sustentada en la Esperanza sino en una vana ilusión”. Hasta aquí, de acuerdo. La Argentina de aquel Centenario se nutría de la ilusión iluminista del progreso indefinido y de todas las secuelas de él derivadas. Pero no apunta precisamente allí el texto que comentamos. “Graves fallas -prosigue- corroían el espíritu nacional; una cultura donde claudicaba la honestidad y el respeto por la ley, donde era más importante derrotar y destruir al enemigo político que lograr consenso en aras del bien común. Una sociedad donde millones de personas, mujeres y hombres, no podían elegir a sus autoridades libremente y sin fraude. Una sociedad con una mesa opulenta donde millones de habitantes no alcanzaban las condiciones básicas para ser incluidos en ella”. Es decir, ni una palabra respecto del laicismo, de la marginación de Cristo de la vida política, del despojo a la Iglesia, de la preponderancia de las logias masónicas, del corte con la tradición hispánica. Nada de esto cuenta para los redactores del Mensaje: sólo les preocupa la falta de democracia, la falta de prolijidad de los actos electorales y el viejo pecado de los ricos que no dan su pan a los pobres pero visto, no como pecado, sino en clave sociológica. “Esas fallas -continúa- ensombrecieron nuestra historia hasta llegar a la página más oscura de la última dictadura militar. A pesar que en 1983 recuperamos la democracia y con ello nuestra capacidad de elegir libremente nuestras autoridades y nuestra libertad de expresión, hoy, entrando al Bicentenario y no habiendo superado las otras fallas que nos corroen, una amarga sensación de desánimo y mezquino individualismo nos embarga”. Ahora, sin disimulo, el discurso se alinea, sumisamente, con el pensamiento único de la progresía imperante. No existieron, al parecer, paro estos laicos, ni el populismo, ni las nuevas oligarquías surgidas a su sombra, ni la guerra subversiva desatada por el marxismo, ni la discordia promovida desde el Estado, ni la historia falsificada y parcializada impuesta a palos a las generaciones posteriores a la “recuperación de la democracia” con su negra secuela de presos políticos, ni la entrega canallesca del país a la Usura Internacional del Dinero y a las Fuerzas Demoníacas de la Revolución Anticristiana… No, sólo se menciona a la “dictadura militar”, “la página más oscura” como si no hubiésemos vivido, a lo largo de estos últimos años, otras y aún mayores oscuridades.
El resto del mensaje es solamente, reiteramos, la enumeración de vaguedades conceptuales. No se hallará una sola idea sólida enraizada en la gran tradición de la filosofía cristiana, ni una sola propuesta fundada en la recta concepción del orden político y social, ninguna convocatoria a una tarea de rescate de la Argentina histórica y de viril resistencia a la tiranía que nos oprime, ni la menor mención al reinado Social de Jesucristo.
Estos laicos, y la Jerarquía que los avala, han sucumbido, también ellos, a una ilusión, la ilusión del falso humanismo democrático, de la falsa religión de los derechos humanos. Ayunos de buena Teología, de una recta visión cristiana de la Política, y de la verdadera Historia de la Patria, lo ignoran casi todo y caminan sin rumbo. Son hijos de este pensamiento débil, desfondado, sin alma y sin nervio que contamina y enerva el catolicismo en vastas expresiones de su vida. Por eso no convocan a nada ni a nadie. Son como la sal insípida de la Escritura a la que aguarda el ineluctable destino de ser arrojada fuera y pisada por los hombres.
3. A modo de colofón. Nos preguntaba un amigo: Pero, ¿nada bueno hubo en esa concentración de varios miles de personas, en Luján? Sí, dos cosas, aparte de Cristo presente en la Eucaristía y la Virgen Santísima: una, que pudimos advertir en medio de tanta monjita progre y guitarrera y tanto curita desaliñado, la cara curtida y los ojos llorosos de algunos criollos que no entienden nada pero saben que su “Virgencita” está y estará siempre con ellos. La otra, Luís Landiscina (salvo su lamentable final pacifista): contó un cuento buenísimo en el que Nuestra Señora aparecía, como Buena Madre, y para enojo de San Pedro, levantando con su pie el alambrado del Cielo y haciendo pasar de “contrabando” a tantos de sus hijos.
¡Oh, Virgen Santísima de Luján, Madre Nuestra, Patrona de esta Patria desdichada, Ianua caeli, que tu pie piadoso nos levante, un día, el alambrado del Cielo. Tal vez podamos entrar por ese atajo y hasta algún Obispo se cuele por él. Amén.
Mario Caponnetto
Blog de Cabildo
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